Pueblo chico, infierno grande

Creo que uno hace lo que puede con su vida. 
Resuelve sus asuntos con lo que está a su alcance. 

No por eso se debe calificar a las personas. 
Algunos verdaderamente viven un infierno con su propio ser. 

Las luchas internas traen complicaciones. 
Como toda guerra, hay heridos inocentes. 
Más de una vez uno se equivoca en el objetivo 
y ataca a quien no debería, 
por el solo hecho de ganar. 

Me causan pena las personas que no logran salir de su encierro 
y deciden edificar en el averno, 
sobre tierras escabrosas. 

Sin darse cuenta, 
creen que están eligiendo los mejores materiales. 
En realidad son de segunda, 
como toda esa vida que se va creando alrededor de una mentira. 

Los sentimientos son esenciales. 
Si los mismos son defectuosos, todo corre riesgo. 

Para construir algo sobre una mentira, 
el material dispuesto debe soportarla 
con una mentira más grande. 

Así se va edificando lo que, en algún momento, 
quizás se derrumbe. 
O quizás llegue al final como un suplicio. 

Mientras trataba de sostener todo para que no se caiga, 
a él se le soltaban las lágrimas. 

La libertad era solo un sueño 
del que se obligaba a despertar 
cada vez que el deseo llamaba a su cuerpo. 

Había construido su cárcel con ventanas ciegas. 
Solo veía dentro de su hogar. 

Cada vez que asomaba la cabeza al aire libre, 
el cuerpo le pedía sexo. 

Ese sexo prohibido por el qué dirán, 
por los hijos, 
por su esposa. 

De noche se ahogaba en deseo. 
El cuerpo de su mujer le molestaba. 
Los sueños eran más vívidos, más originales, 
más reales que su mentira diaria. 

Llegó el momento en que ya no podía simular 
el deseo que jamás le despertó su mujer. 

Hubo veces en que la envidiaba 
cuando la penetraban. 

Se excitaba imaginando lo que ella sentía 
al tenerla adentro. 

Eso lo ponía frenético. 
Así fue como engendró a sus hijos. 

Pero la edad, 
vehemente y traicionera, 
le empezó a jugar en contra. 

Entonces comenzó a investigar. 

Primero fueron los dedos. 
Luego alguna fruta con forma fálica. 
Después, el deseo de concretar. 

Lo detenía el tamaño de su ciudad. 
Todos se conocían. 
Pueblo chico, infierno grande. 

Trató de leer miradas, movimientos, 
algo que le indicara que alguien más 
vivía lo mismo que él. 

Los amanerados eran discriminados. 
Tildados. 

Él no podía darse el lujo de hacerse ver dentro de ese grupo. 
Aunque en la intimidad soñaba con pertenecer. 

Por el solo hecho de poder verbalizar 
sus íntimos y sucios pensamientos. 

Fue en un estudio con su médico de cabecera 
que lo descubrió. 

Mientras le revisaba la próstata, 
soltó un gemido de placer. 

El doctor simuló no oírlo. 
Pero al terminar la revisación, 
le entregó la receta, 
le extendió la mano, 
y con un movimiento brusco 
lo acercó y lo besó. 

Terminaron en la camilla, 
con los pantalones por las rodillas, 
intercambiando besos en sus zonas genitales. 

El paciente no había imaginado nunca 
que podía existir tanto placer. 

Se sentían contenidos. 
Tenían cita obligada una vez por mes. 

Lo bueno dura poco. 
El doctor era un hombre grande. 
Partió de gira un verano, 
cuando solo habían pasado dos veranos juntos. 

Partió de gira, 
como si el placer fuera un espectáculo que se muda de ciudad. 

Él se quedó en el pueblo chico, 
con el infierno grande 
y la próstata intacta.

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